Esta carta, segunda de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para hija pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado el 20 de diciembre está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey y por internet en Librosondemand.com.
Querida Nicole: Te cuento que, durante mi niñez, como ni Santa Claus, ni los Reyes Magos nos dejaban juguetes de nuestra preferencia y mamá y papá no podían comprarlos, por no tener dinero suficiente, nosotros inventábamos nuestros juguetes.
Había unos barriles de madera llenos de bacalao salado que llegaban al colmado grande de una comunidad cercana. Esos barriles tenían un anillo de metal en el medio que amarraba la madera que componían la forma circular del barril. Con aquel anillo de metal de un diámetro de unas 24 a 30 pulgadas inventábamos una rueda que empujábamos con un gancho de metal fabricado con ganchos de ropa. Corríamos a velocidad empujando aquella rueda metálica y hacíamos competencias.
Algo parecido hacíamos con las llantas o gomas usadas de los autos cuando se conseguía alguna. El niño que lograba tener una, la protegía con celo porque eran difíciles de conseguir. Hacíamos rodar la rueda dándole con la mano, con una destreza envidiable.
También fabricábamos un triciclo de madera. Las ruedas, de madera también, las preparábamos de árboles de panapén, cuyo tronco es hueco por dentro. Poníamos manteca de cerdo al hueco de las ruedas al que pegábamos el eje para suavizar el rodaje del triciclo. Bajamos las cuestas a una velocidad increíble.
Otro juguete fantástico era el tiriguibe. Este era fabricado con la vaina o yagua de la palma real. Cuando la palma echaba frutos, un ramo de semillas que se utilizaba para alimentar los cerdos, la yagua caía al piso. Tenía una forma de canoa. La manteníamos un par de días en agua, pisada con piedras para poder moldearla. Luego, cuando secaba la utilizábamos para deslizarnos cuesta abajo por la grama de los cercados de pastar ganado.
También fabricábamos camiones de cargar caña de azúcar. Utilizábamos una lata grande en la que se embazaban las galletas de soda de una marca conocida como galletas Sultana. Abríamos un lado de la lata para crear la caja del camión. Las ruedas eran generalmente de envases circulares pequeños de salchichas o jamonilla. Con un pedazo de madera de 2”x 4” preparábamos el arrastre delantero del camión. Otros niños más diestros, preparaban todo el camión a base de madera. Hace unos años compre uno, fabricado de manera más industrial, que aun los guardo para que juegues.
Había otro juguete más sencillo. Preparábamos juntas de bueyes para arrastrar carretas de caña de azúcar. Utilizábamos dos botellas de Coca Cola que amarrábamos entre si con un pedazo de palo de escoba que hacia el rol del yugo. Con un pedazo de hilo que llamaban curricán arrastrábamos la yunta de bueyes.
Utilizábamos papel moneda simulado para comprar y vender las yuntas de bueyes. Había unas cajetillas de cigarrillos hechas de papel con diseños gráficos muy hermosos, de una marca conocida como “Chesterfield” que utilizábamos como dólares. Desarmábamos la cajetilla vacía y planchábamos al calor el papel para quitarle las arrugas. En una ocasión, un vecino amigo, un par de años mayor que yo, me vendió una junta de bueyes y hubo una discusión por el precio y la cantidad de dólares que le entregué. Nos enojamos por muchos años. Ismael, que así se llamaba, cuando cumplió trece años, se fue a vivir a NY con un hermano, sin que hubiésemos arreglado aquel asunto. Sentí mucho aquella partida. Cuando regresó unos tres años después, me saludó y le pedí que olvidáramos aquel enojo. Nos dimos un apretón de manos y ese día fui muy feliz, pero ya no jugábamos con yuntas de bueyes.
Como todos los niños de la época, jugábamos a encabuyar un trompo con un hilo de curricán y competir a pasarlo a una mano y mantenerlo dando vueltas. También jugábamos a la peregrina junto a las niñas. Dibujábamos los cuadros en la tierra utilizando una vara puntiaguda. Jugábamos en las ramas de los árboles, el juego de “pásala” mediante el que tocabas con la mano al que lograbas agarrar y éste tenía que tocar al siguiente chico que lograra alcanzar. Era una proeza y se tornaba peligroso. En una ocasión, en la escuela, uno de los chicos se zafó de una rama y cayó clavado por las costillas en una punta ya seca de una de las ramas. Fue necesario conseguir una ambulancia para llevarlo al hospital. Además, era común bajar al Pozo hondo del rio a tirarse de cabeza a nadar hacia el fondo, en las aguas turbias. En más de una ocasión hubo roturas de cabeza.
En todos esos juegos, unos inofensivos y otros peligrosos matábamos el poco tiempo libre de aquellos campos.
Gracias por compartir sobre dichos recuerdos y la enseñanza para las generaciones actuales que lo quieren todo.
Estimado Obispo Alvarez: Lamento la tardanza en contestar su comentario. El libro pretende abrir una puerta a la discusión de los valores morales con nuestros jóvenes. Quisiera obsequiarle una copia y mientras tomamos un cafe recibir sus comentarios sobre cómo podemos utilizar el libro con dicho propósito. Me alegra mucho saber que lee mis columnas. Me siento honrado. Mi tel cel es 787-409-5857. Le invito a un cafe desayuno esta semana a las 9 am, jueves o viernes.
Estimado Obispo Alvarez: Estoy en espera de recibir más libros en una re-impresión que debe estar lista jueves o viernes. Si no me la entregan, pospondriamos la invitación para la semana siguiente.