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Cartas a Nicole Archives - Nicolás Muñoz

Categoría: Cartas a Nicole

Los viejos soldados no mueren.

El condecorado general Douglas McArthur, Comandante Supremo de las fuerzas aliadas del Pacifico en la Segunda Guerra Mundial, en un discurso de despedida ante el Congreso, en el que recibió 30 ovaciones de los congresistas, tras ser relevado de su puesto por el Presidente Truman, se despidió con una frase para la imortalidad: “old soldiers do not die, they fade away (los viejos soldados no mueren, se desvanecen lentamente). Esa frase para los inmortales sirve de puerta de entrada para un homenaje a Tomas Binet Mieses, mi querido suegro, amigo, confidente y defensor a ultranza de mi relación con mi esposa, Fiormarie y nuestra pequeña Nicole, su nieta. Don Tomas hoy, 4 de junio, a las 10:00 am, cruzó esa fina cortina de seda que separa nuestra vida en este planeta Tierra, de la eternidad. Se alejó lentamente, como un viejo soldado.

Gloria del deporte dominicano, atleta olímpico, hijo de un puertorriqueño del Barrio Cerrillos de Cabo Rojo, que emigró al vecino país en 1929 en medio de la Gran Depresión, cuando las cosas en el este de la República Dominicana iban mejor que en el oeste de Puerto Rico y los botes iban de acá para allá, en lugar de como ocurre al presente. Alcalde de su ciudad natal, San Pedro de Macorís, en la hermana República Dominicana, hijo de un boricua y boricua por derecho propio, y ciudadano americano. Tomas Binet nació en San Pedro de Macorís en 1930. Deportista nacional destacado en salto con pértiga, lanzamiento de jabalina, disco y pesa. La Asociación de Cronistas Deportivos de Santo Domingo lo eligió atleta del año en 1957. En julio de 1959 ganó el primer lugar en salto de pértiga, lanzamiento de jabalina, disco y pesa. Se destacó, además, en voleibol, beisbol y baloncesto. En 1983 en San Pedro de Macorís fue seleccionado, por su trayectoria deportiva, para portar la antorcha en la inauguración de los Juegos Deportivos Nacionales. Exaltado al Salón de la Fama del Deporte de la República Dominicana en 1993.

Bajo la presidencia del doctor Joaquín Balaguer fue alcalde de su ciudad, San Pedro de Macorís. Cuando Balaguer perdió las elecciones, Binet perdió también la alcaldía de San Pedro. Como ocurre en la política, allá y acá, al perder la alcaldía, Tomas perdió los amigos y no consiguió empleo para suplir las necesidades de sus tres hijos y su esposa. Emigró a Puerto Rico, ahora de allá para acá, en el 1980. No vino a buscar ayudas del gobierno, cupones de alimentos ni subsidios, a lo que tenia perfecto derecho como ciudadano americano. Vino a sudar, a trabajar para apoyar a sus dos hijas y su hijo varón para que estudiaran una carrera. Se desempeño como maestro de voleibol del Municipio de Guaynabo por muchos años.

Estamos ante un campeón y un viejo soldado. Hombre fuerte, con la fortaleza y la altura de un árbol de ausubo, la dureza de un árbol de capa, la flexibilidad de un roble y la suavidad de una amapola silvestre. Pido un sonoro aplauso para este campeón, Gloria del Deporte Dominicano, que en paz descansa junto al Todopoderoso.

El valor de la fe

Esta carta, última de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para su pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey; Casa Norberto en Plaza Las Américas, Librería Norberto en Rio Piedras y Librería La Casita en Aguadilla Mall.

Querida Nicole: La fe es la creencia en cosas que no podemos ver pero que tenemos la certeza de que existen o que ocurrirán. La fe ve lo invisible, cree lo increíble, recibe lo imposible. La fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (hebreos 11:1). Podemos decir que la fe es la convicción interior, en nuestro ser más íntimo, de que un ser o una fuerza superior nos ayudará a lograr una meta. Por ejemplo, tener la certeza de que si creemos firmemente en algo bueno para nosotros o para aquellos que nos rodean, y trabajamos fuertemente para lograrlo, eso que queremos se logrará.

La fe está no se limita a la creencia en un ser superior al ser humano. La fe también está atada a la creencia en tus propias fuerzas. Cuando te enfrentas a un momento difícil y te dices a ti misma, “Nicole, dale pa’lante, que tú puedes”, estás expresando un acto de fe. Cuando dices, “eso no ocurrirá”, expresas tu fe. La fe no se ve, pero se siente.

Digamos que tenemos un familiar muy enfermo, que los médicos han dicho que es muy poco probable que pueda sobrevivir a su enfermedad. Pero en nuestro ser interior, dentro de nuestra mente y nuestros sentimientos más profundos, creemos que se mejorará. Tenemos fe en que eso va a ocurrir. Oramos por ello, ayudamos en el tratamiento médico, buscamos medicinas alternativas, nos mantenemos firmes en nuestra fe. Puede que se mejore o puede que no ocurra. Pero sentimos una paz interna de que luchamos por una esperanza de que podía ocurrir.

La historia de la medicina está llena de casos que se identifican como inexplicables, que la ciencia de la medicina no puede explicar cómo la persona se recuperó y sanó y que identifican como milagros. La fe muchas veces está ligada a los milagros y las promesas.

Te voy a contar algo que, nunca le he contado a nadie. Una vez, hace muchos años, uno de tus dos hermanos mayores estuvo enfermo. Perdí la paz y la tranquilidad. Estaba muy desalentado y triste. Me sentía muy inquieto.

Una mañana, oré mucho y entre lágrimas le pedí a DIOS que hiciera que sanara cuanto antes posible. Hice una promesa de lealtad y fe, de agradecimiento a la ayuda que pudiera recibir. Caminaría a pie temprano, al amanecer, solo, desde mi pueblo natal en el barrio donde nací hasta la iglesia católica romana del pueblo, orando en la ruta, a participar en el servicio religioso de la mañana del domingo. Lloré mucho durante mi oración.

Entonces, desde San Juan, viajé a casa de mis padres en el pueblo de Aguada, un sábado, y temprano el domingo inicié mi peregrinación. Muchas personas que me reconocían, en la ruta detenían su automóvil y me preguntaban si necesitaba ayuda o si quería “pon”. Les respondía que quería caminar a pie hasta la iglesia. Con incredulidad, seguían su marcha. Esa ruta toma más de media hora en auto. Puede tomar más de dos horas a pie. No recuerdo cuanto tiempo tomó a pie. Pero yo tenía la certeza de que un ser superior a nosotros me podía ayudar a que aquella situación médica de tu hermano fuera superada. Obviamente, así ocurrió.

Te voy a contar otra historia. Durante el embarazo de tu mamá, en espera de tu llegada al planeta Tierra, ese embarazo fue considerado como de “alto riesgo”. Cuando llegó el día de tu nacimiento tu mamá y yo, a su lado, estuvimos largas horas en el proceso de parto. Ese proceso comenzó temprano en la mañana, al amanecer y no se lograba todavía a eso de las 9:00 de la noche. Tu mamá estuvo en lucha, por más de 14 horas.

Los médicos decidieron que había que hacer una cesárea porque tu ritmo cardiaco se estaba afectando aceleradamente, lo que ponía en peligro tu vida y probablemente la de tu mamá. Se armó un “corre, corre”. Una camilla hacia el ascensor… “preparen la sala de operaciones”; “señor, usted no puede subir al ascensor, espere en este piso” …

Me metí a la fuerza en el ascensor. Cuando llegamos al piso de la sala de operaciones, los médicos me obligaron a que me quedara afuera, que cuando fuera el momento adecuado me dejarían entrar. Me quedé solo en un pasillo largo como el infinito y frio, en cuclillas en el piso. Sentí la soledad más terrible. Estaba temblando todo mi cuerpo del frio de aquel pasillo y el miedo a que algo malo pudiera ocurrir, lo que consumía mis pocas fuerzas después de 14 horas de espera.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero aquella puerta de la sala de operaciones no se abría. Entonces me puse de rodillas en el piso y comencé a orar con una enorme certeza de que tú y tu mamá saldrían ambas en buena salud de aquel momento. Comencé a sentir un tibio calor, que se fue extendiendo por todo el cuerpo; se fue el miedo, me sentí bien. ¡sabía que todo iba a salir bien!

Una enfermera pasó y me trajo una silla para que me sentara. Algún tiempo después volvió y me trajo una bata azul de sala de operaciones, zapatillas esterilizadas y una máscara. Me dijo, “vístase rápido antes que me arrepienta”. Me pasaron a la sala de operaciones y me ubicaron detrás de la cabeza de tu mamá. Varios médicos y enfermeras estaban de frente. Habían abierto el vientre de tu mamá para sacarte.

De pronto escuché tu llanto. Una enfermera te limpió, te envolvió en una sábana y te puso en mis brazos. Te hablé suavemente, te llamé por tu nombre, que ya te habíamos asignado varios meses antes. Te hablé como lo hacía mientras estabas en el vientre de tu mamá durante el embarazo, “Nicole, papá está aquí”, y entonces dejaste de llorar. La hora era las 10:46 de la noche, según mi reloj.

Yo tuve fe durante aquel rato. ¡Tu llegada, hermosa y saludable! Yo sé que mi fe tuvo algo que ver. No puedo ver la fe, pero puedo sentirla.

La fe es una enorme fuente de disciplina y poder y sentido o significado en la vida de la gente. La fe une a los grupos de una manera que no puede ser lograda por otros medios. La fe contribuye enormemente a los ideales que mueven nuestras vidas. Sin fe los seres humanos se vuelven insensibles y se convierten en matones. Cultiva la fe durante tu vida.

El valor del trabajo

Esta carta, séptima de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para su pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado en diciembre de 2018 está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey; Casa Norberto en Plaza Las Américas, Librería Norberto en Rio Piedras y  Librería La Casita en Aguadilla Mall.

Querida Nicole: Te quiero hablar sobre el valor del trabajo. El trabajo es una bendición para las personas. Les permite valorarse a sí mismos, tomar control de sus vidas y no ser dependientes. Sin trabajo no hay progreso. El que no trabaja, ya sea empleado o trabajando por cuenta propia, pierde su alegría, se frustra y se deprime y si nadie trabajara, la comunidad y el país permanecerían en depresión. Para ser exitosa no puedes depender de la buena suerte, sino del trabajo. De cada trabajo, inclusive en aquellos en los que no tuve éxito y de los que me despidieron, aprendí grandes lecciones. Aprendí el valor del trabajo.

Aunque desde muy pequeño trabajaba ayudando a mis padres en la pequeña parcela de tierra en la que producíamos frutos y cuidando los cerdos, gallinas, cabras y el caballo de transporte, tuve mi primer trabajo remunerado, por cuenta propia, cuando estaba en tercer grado, a los 9 años.

Vendía quenepas y guineos maduros en la escuela durante el periodo de recreo a mitad de mañana. Luego llevaba agua, que recogía en viajes al manantial del rio, a domicilio, a unas personas mayores en mi barrio. Me ganaba 5 centavos por cada calabazo lleno de agua que les entregaba. El calabazo era un envase formado del fruto del árbol de higuera. Se cortaba el fruto verde, se dejaba secar hasta ponerse muy duro en su corteza, se le extraía la pulpa interna, se limpiaba por dentro con arenilla de río y se utilizaba para almacenar agua.

A los 10 años, ayudaba a mi abuelo en sus siembras de frutos menores, creo a un salario de $1.00 por 4 horas de trabajo diarias durante el verano.

A los 13 años, junto a tres de mis hermanos, Jimmy, Chemón y Miguel recogíamos mangos en el campo a $2.00 la caja de aproximadamente 50 mangos para mayoristas que iban a recogerlos a mi casa para venderlos en San Juan. Nos subíamos a los árboles a recoger los frutos, los acomodábamos en las cajas y las cargábamos al hombro hasta nuestra casa. Había que controlar la calidad del recogido. Si el mango podía pasar por el hueco de una lata de salsa de tomate, no servía por ser muy pequeño. El comprador mayorista hacia pruebas de cada caja y si encontraba más de tres mangos pequeños rechazaba la caja completa.

Después, en mis años de escuela superior trabajé en una cafetería friendo empanadillas. En mis años de bachillerato trabajé como “bagger” en un supermercado; en la construcción; y como fotógrafo retratando bodas, cumpleaños y niños pequeños.

En mis años de estudios graduados, trabajé como asistente de biblioteca; llevando contabilidad a una librería; como asistente de investigación en la universidad; y enseñando cursos de economía básica mientras completaba la tesis de estudios graduados en economía.

Mediante el ejercicio del trabajo se adquieren cualidades que nos hacen mejores. Se desarrolla la personalidad, adquieres independencia y contribuyes a generar riqueza para tu país. Aprendes a ser laboriosa, a hacer con cuidado y esmero las tareas, labores y deberes que te corresponde realizar. Aprendes a ayudar a quienes te rodean en el trabajo, la escuela o la universidad.

Aprendes a perfeccionar destrezas, a ser puntual. Ser puntual es estar a tiempo en tu lugar de trabajo para cumplir con tus obligaciones. Las personas que no son puntuales pierden la credibilidad y el respeto de los demás. La impuntualidad puede hacer perder grandes oportunidades a las personas.

Mediante el trabajo aprendes a disfrutar el placer de tus logros y a trabajar en equipo. Aprender a trabajar en equipo es muy importante en el nuevo mundo del trabajo.

Detente un momento a observar una colonia de hormigas cargando alimentos para guardar o construyendo su casa. Verás cómo trabajan en equipo. Observa una colmena de abejas fabricando la miel. Ellas parecen disfrutar del trabajo individual y del trabajo en equipo.

Cuando realizas trabajo voluntario en tu comunidad para beneficio común o para ayudar a los más necesitados, recibes gran satisfacción.

Lo que es importante es que te guste tu trabajo. A mí me gustaba y aun me gusta la fotografía, me gusta enseñar, me gusta orientar o asesorar a las personas y las organizaciones para tener éxito en sus proyectos, y en esas tareas he generado los ingresos para satisfacer mis necesidades y las de mi familia y para ahorrar para poder disfrutar del ocio cuando ya no pueda trabajar.

Hay una fábula sobre una cigarra y una hormiga que debes leer y meditar cuando puedas, de un escritor de apellido La Fontaine. La fábula trata de una cigarra que durante el verano cantaba y se divertía sin preocupaciones mientras la hormiga trabajaba afanosamente para acumular alimentos para sobrevivir durante el invierno.

Al llegar el invierno se quedó sin nada que comer. Entonces acudió a la hormiga a pedirle ayuda para comer. La hormiga le preguntó qué hacía durante el verano a lo cual la cigarra le contestó que se dedicó a cantar y a ser libre. La hormiga se limitó a recomendarle que ahora se dedicara a bailar. Así la cigarra pasó el invierno sin nada de comer. Eso le ocurre a quien no tiene conciencia del valor del trabajo.

El valor de la responsabilidad individual

Esta carta, sexta de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para su pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado en diciembre de 2018 está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey; Casa Norberto en Plaza Las Américas, Librería Norberto en Rio Piedras y  Librería La Casita en Aguadilla Mall.

Querida Nicole: Comparto contigo en esta carta uno de los valores que más han influenciado mi vida. Se trata del valor de la responsabilidad individual. Ser responsable implica ser consciente de nuestros actos hacia nosotros mismos, hacia los demás y hacia la nación. Implica tomar control de nuestra propia vida en comunidad para proteger nuestros recursos y ser productivos sin depender de los demás, excepto de manera transitoria en casos de emergencias individuales o colectivas. Es asumir responsabilidad por nuestros propios actos sin culpar a los demás por nuestra situación producto de nuestras propias decisiones.

Las personas conscientes de la responsabilidad individual que nuestra democracia y cultura social requieren actúan con madurez, tomando control de sus propias acciones y su conducta, así como de sus propias vidas y son responsables de sus decisiones y sus actos.

Cuando Adán, en el Jardín del Edén le pasó la culpa a Eva por haber comido la fruta prohibida, cometió un acto de irresponsabilidad. Cuando Eva le pasó la culpa a la serpiente, cometió también un acto de irresponsabilidad.  La pobre serpiente no podía defenderse.

Ahora, pequeña, me invitas a jugar contigo en tu cuarto y me inclino con dificultad en el piso a jugar. Se produce un desorden en tu dormitorio, entre juguetes y plastilina pegada al piso. Cuando tu mamá protesta, le dices que es culpa de papá que ha creado el desorden. Entonces me fuerzas a recordarte que tú me has invitado a tu juego y tú has determinado que juguetes vamos a utilizar y sobre la manera como jugaremos. Yo podría ayudarte a recoger, pero es tu responsabilidad, porque tú eres la dueña de la acción. En esas conversaciones, papá te está enseñando el valor de la responsabilidad individual.

¿Recuerdas cuando tapamos los hoyos de la calle frente a nuestra casa? Estábamos asumiendo responsabilidad individual ante la inacción del gobierno municipal que no respondía al reclamo de la comunidad, a pesar de que pagamos impuestos para esos propósitos. Pero se trata del frente de nuestra casa y tenemos que asumir esa responsabilidad para evitar un accidente.

Las personas que prefieren depender del gobierno para que resuelva sus problemas, para que eduque sus hijos, le brinde asistencia continua por años, para vivienda, comida, salud, bienestar social, seguridad y otras necesidades, son dependientes y no asumen responsabilidad individual.

Una sociedad compuesta por ciudadanos dependientes no puede progresar, ni crear riqueza. Muchos políticos asumen posiciones populistas y estimulan la dependencia en sus ciudadanos, para controlar sus vidas y mantenerlos fieles y leales a sus propósitos particulares.

Cuando asumes responsabilidad individual te sientes libre, estableces tu propio plan de vida, luchas por lo que quieres lograr y no dependes de otros. Debes aspirar, querida Nicole, a siempre asumir responsabilidad individual por aquellas acciones que tomes para los eventos de tu vida.

El valor de la perseverancia

Esta carta, quinta de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para su pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado en diciembre de 2018 está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey; Casa Norberto en Plaza Las Américas, Librería Norberto en Rio Piedras y  Librería La Casita en Aguadilla Mall.

Querida Nicole: El camino está pavimentado de valores. En esta carta que te escribo, como parte de estos cuentos de mi camino, quiero hablarte del primero de los valores fundamentales para la felicidad y el éxito en la vida: la perseverancia. Cuando perseveras, cuando te mantienes firme en algo en lo que crees sinceramente, logras lo que te propones, aunque hay ocasiones que tienes que reevaluar si debes continuar con una idea o proyecto.

En el camino andado he aprendido a perseverar. Perseverar es buscar soluciones a las dificultades que puedan surgir, un valor fundamental en la vida para obtener un resultado concreto. La perseverancia nos da fortaleza y esto nos permite no dejarnos llevar por lo fácil y lo cómodo.

Abraham Lincoln, uno de los primeros presidentes de Estados Unidos fue un hombre perseverante. He leído que de 1831 a 1843, intentó ser Representante al Congreso en varias ocasiones y fracasó. De 1848 a 1858, trató de ser Senador en dos ocasiones, Representante a la Cámara, vicepresidente de los Estados Unidos, y en todo ello fracasó.

En 1860, fue elegido presidente de los Estados Unidos después de haber perdido más de diez elecciones. Cuando presentó su candidatura para presidente, un periodista le pregunto: “¿Señor Lincoln, usted no se cansa de fracasar? Ya ha perdido más de 10 elecciones, ¿qué le hace pensar que ahora puede ganar?” Lincoln le contestó pausadamente: “Para mí, esos reveces no han sido fracasos, han sido resultados no deseados. Yo voy a conseguir la igualdad de los hombres, por eso voy a ganar esta elección y voy a cambiar esta nación”.

La perseverancia llevó a Lincoln a lograr su sueño. Llegó a ser presidente. Logró la igualdad de los hombres y mujeres al abolir la esclavitud, logró mantener la nación unida al triunfar en una guerra civil que estuvo a punto de dividir la nación en dos naciones diferentes por la oposición de los estados del sur a abolir la esclavitud.

Lincoln fue asesinado por un fanático, que estaba en contra de la abolición de la esclavitud y a favor de dividir la nación en dos. Tú, a tus cinco años, visitaste con tu mamá y conmigo el monumento en su nombre en Washington, DC. Quedaste impresionada por aquella figura del hombre grande sentado en una silla enorme. Tienes una foto tuya parada frente al monumento. Te llevamos a visitar ese monumento como parte de una lección para tu vida. La historia sobre Lincoln y su camino a la presidencia de Estados Unidos es importante para aprender el valor de la perseverancia.

La vellonera del barrio

Esta carta, cuarta de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para su pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado el 20 de diciembre está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey; Casa Norberto en Plaza las Américas, Librería Norberto en Rio Piedras; Librería La Casita en Aguadilla Mall y por internet en Librosondemand.com.

Querida Nicole: De mis años en la escuela intermedia, Cruces Nueva, recuerdo aquel colmado cuyo nombre era Terraza Muñoz, donde esperábamos el autobús escolar. Tenía un segundo piso, donde se bailaba los fines de semana y se escuchaba vellonera. Allí escuche por primera vez, las canciones del Jibarito de Lares, Odilio González; Julio Jaramillo y Felipe Rodríguez. Todavía escuchó la canción “El Arbolito” y “Mercedita” de Odilio González, “Nuestro Juramento” de Julio Jaramillo y “La Última Copa” de Felipe Rodríguez. De esos tres ídolos de mi adolescencia, Odilio González es el único que a la fecha que te escribo esta carta continua con vida y cantando en conciertos.

La vellonera era el método de dedicarle canciones a la chica de la que estabas enamorado. Como el sonido se podía escuchar a distancia, el sufrido varón le pedía al dueño de la barra “súbeme la vellonera”, que quería decir que le subiera el volumen. Así la ingrata mujer amada que, tal vez, vivía en la siguiente colina, podía escuchar las canciones.

Si había motivo suficiente para repetir una y otra vez una canción, se le pedía al dueño “pon la vellonera directa”, que conllevaba que se repitiera continuamente una y otra vez esa canción para asegurarse que la amada ingrata la escuchara.

En mi barrio otro había otro colmado/barra cerca de donde vivía mi abuelo papá Sindo, que tenía una vellonera. Los varones con despecho por alguna mujer ingrata que no accedía a su amor acostumbraban a tomar cervezas recostados sobre la vellonera mientras dejaban escapar alguna lágrima. Yo, por supuesto, me gustaba echar monedas a la vellonera y dejaba escapar lágrimas por una chica del barrio que me gustaba.

Todavía voy alguna vez a una barra o restaurante de los campos de Aguada, mi pueblo natal, a tomar una cerveza, almorzar y echar monedas a una vellonera. Sigo disfrutando de “Mercedita”, “Nuestro Juramento” y “La Última Copa”. Esas canciones las puedes escuchar en YouTube o la aplicación de internet que esté vigente cuando leas estas cartas.

Hace algún tiempo me acompañaste en unos de esos viajes de bohemio y le echaste varias monedas a la vellonera y jugaste al billar conmigo. También has disfrutado de poner discos de vinilo en mi viejo plato de tocadiscos. Aprendí de esas experiencias de mi adolescencia que la música alimenta el alma; es un sedante contra la tensión y el desaliento y estimula la creatividad. Hablo, claro, de la música poesía, no importa el género. Puede ser una bachata rosa de Juan Luis Guerra, una salsa de Rubén Blades o la Obertura de 1812 de Tchaikovsky.

Aprendí a producir ron clandestino: El pitorro

Esta carta, tercera de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para su pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado el 20 de diciembre está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey; Casa Norberto en Plaza las Américas, Librería Norberto en Rio Piedras; Librería La Casita en Aguadilla Mall y por internet en Librosondemand.com.

Querida Nicole: Quiero hablarte de una tradición navideña en Puerto Rico. Tomar ron pitorro o cañita. Mi papá prefirió dedicarse a producir ron pitorro. El ron se producía preferiblemente por las noches, cuando era menos probable que la policía te descubriera, porque no iban a caminar por los riachuelos o los montes buscando a papá. Además, producir el ron generaba unas columnas de humo, al quemar leña para calentar los barriles de melazas, que era la materia prima para obtener el alcohol y ese humo que salía de los montes o el río, delataba a papá. Te hago estos cuentos, porque algún día, cuando seas más grande te explicaré todo el proceso de cómo se producía el ron en una maquinaria sencilla que se llamaba alambique.

Papá siempre fue un padre distante y por eso notarás que en todas las historias que te cuento mamá aparece en primer lugar. Como te he contado, cuando no trabajaba en el corte de caña, trabajaba en la agricultura de frutos menores o trabajaba produciendo ron pitorro. Créeme que papá trabajaba mucho.

Papá me llevaba de noche a ayudarle a producir el ron pitorro, para no sentirse solo. El alambique se ocultaba en los montes a orillas de la quebrada donde se utilizaba el agua de la corriente para mezclar y fermentar las melazas de caña de azúcar, combinadas con levadura en pasta para fermentar las mieles. Así que aprendí a producir el ron pitorro.

A veces papá me requería que lo acompañara a caballo a distribuir el ron a sus clientes. Lo vendía en galones. Cargaba el caballo con seis galones, en dos sacos amarrados uno a cada lado de la silla del caballo y yo en ancas. Parte de la ruta la caminaba por el Rio Grande, por el cauce del Rio, donde el agua discurría entre las pequeñas piedras; parte por las riberas del rio o por trillos en los cercados de pastar ganado.

Lo importante era evitar las rutas por donde pudiera transitar la policía del Negociado de Rentas Internas. Dichos policías buscaban a los productores de ron clandestino. De adulto, para la temporada navideña, por muchos años mantuve una botella de ron pitorro en mi casa para homenajear a mis amigos. La compraba a Jacinto Pérez, el señor que trajo el primer televisor al barrio. Jacinto se dedicó hasta su muerte a producir ron pitorro, con la suerte que nunca lo descubrieron los agentes del Negociado de Rentas Internas. Papa no tuvo la misma suerte. En una ocasión lo agarraron y lo sentenciaron a tres meses de cárcel. Tras la partida de Jacinto ya no tengo a quien comprar el pitorro durante la temporada festiva de Navidad.

Los juguetes de mi niñez

Esta carta, segunda de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para hija pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado el 20 de diciembre está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey y por internet en Librosondemand.com.

Querida Nicole: Te cuento que, durante mi niñez, como ni Santa Claus, ni los Reyes Magos nos dejaban juguetes de nuestra preferencia y mamá y papá no podían comprarlos, por no tener dinero suficiente, nosotros inventábamos nuestros juguetes.

Había unos barriles de madera llenos de bacalao salado que llegaban al colmado grande de una comunidad cercana. Esos barriles tenían un anillo de metal en el medio que amarraba la madera que componían la forma circular del barril. Con aquel anillo de metal de un diámetro de unas 24 a 30 pulgadas inventábamos una rueda que empujábamos con un gancho de metal fabricado con ganchos de ropa. Corríamos a velocidad empujando aquella rueda metálica y hacíamos competencias.

Algo parecido hacíamos con las llantas o gomas usadas de los autos cuando se conseguía alguna. El niño que lograba tener una, la protegía con celo porque eran difíciles de conseguir. Hacíamos rodar la rueda dándole con la mano, con una destreza envidiable.

También fabricábamos un triciclo de madera. Las ruedas, de madera también, las preparábamos de árboles de panapén, cuyo tronco es hueco por dentro. Poníamos manteca de cerdo al hueco de las ruedas al que pegábamos el eje para suavizar el rodaje del triciclo. Bajamos las cuestas a una velocidad increíble.

Otro juguete fantástico era el tiriguibe. Este era fabricado con la vaina o yagua de la palma real. Cuando la palma echaba frutos, un ramo de semillas que se utilizaba para alimentar los cerdos, la yagua caía al piso. Tenía una forma de canoa. La manteníamos un par de días en agua, pisada con piedras para poder moldearla. Luego, cuando secaba la utilizábamos para deslizarnos cuesta abajo por la grama de los cercados de pastar ganado.

También fabricábamos camiones de cargar caña de azúcar. Utilizábamos una lata grande en la que se embazaban las galletas de soda de una marca conocida como galletas Sultana. Abríamos un lado de la lata para crear la caja del camión. Las ruedas eran generalmente de envases circulares pequeños de salchichas o jamonilla. Con un pedazo de madera de 2”x 4” preparábamos el arrastre delantero del camión. Otros niños más diestros, preparaban todo el camión a base de madera. Hace unos años compre uno, fabricado de manera más industrial, que aun los guardo para que juegues.

Había otro juguete más sencillo. Preparábamos juntas de bueyes para arrastrar carretas de caña de azúcar. Utilizábamos dos botellas de Coca Cola que amarrábamos entre si con un pedazo de palo de escoba que hacia el rol del yugo. Con un pedazo de hilo que llamaban curricán arrastrábamos la yunta de bueyes.

Utilizábamos papel moneda simulado para comprar y vender las yuntas de bueyes. Había unas cajetillas de cigarrillos hechas de papel con diseños gráficos muy hermosos, de una marca conocida como “Chesterfield” que utilizábamos como dólares. Desarmábamos la cajetilla vacía y planchábamos al calor el papel para quitarle las arrugas. En una ocasión, un vecino amigo, un par de años mayor que yo, me vendió una junta de bueyes y hubo una discusión por el precio y la cantidad de dólares que le entregué. Nos enojamos por muchos años. Ismael, que así se llamaba, cuando cumplió trece años, se fue a vivir a NY con un hermano, sin que hubiésemos arreglado aquel asunto. Sentí mucho aquella partida. Cuando regresó unos tres años después, me saludó y le pedí que olvidáramos aquel enojo. Nos dimos un apretón de manos y ese día fui muy feliz, pero ya no jugábamos con yuntas de bueyes.

Como todos los niños de la época, jugábamos a encabuyar un trompo con un hilo de curricán y competir a pasarlo a una mano y mantenerlo dando vueltas. También jugábamos a la peregrina junto a las niñas. Dibujábamos los cuadros en la tierra utilizando una vara puntiaguda. Jugábamos en las ramas de los árboles, el juego de “pásala” mediante el que tocabas con la mano al que lograbas agarrar y éste tenía que tocar al siguiente chico que lograra alcanzar. Era una proeza y se tornaba peligroso. En una ocasión, en la escuela, uno de los chicos se zafó de una rama y cayó clavado por las costillas en una punta ya seca de una de las ramas. Fue necesario conseguir una ambulancia para llevarlo al hospital. Además, era común bajar al Pozo hondo del rio a tirarse de cabeza a nadar hacia el fondo, en las aguas turbias. En más de una ocasión hubo roturas de cabeza.

En todos esos juegos, unos inofensivos y otros peligrosos matábamos el poco tiempo libre de aquellos campos.

Santa Claus y los Reyes Magos no llegaban a nuestro vecindario

Nota del autorEsta carta, la primera de una serie, forma parte del nuevo libro, Cartas a Nicole: Para cuando despiertes a tu adolescencia, escrito por el autor para hija pequeña hija Nicole Marie, de cinco años. El libro publicado el 20 de diciembre está disponible en la librería Biblio Services en Hato Rey y por internet en Librosondemand.com.

Querida Nicole: Quiero hablarte en esta carta sobre cómo era la temporada navideña en nuestro vecindario. Tú estás acostumbrada a la visita de Santa Claus durante la celebración de la Noche Buena. Preparas una lista muy grande con anticipación y Santa te deja regalos en nuestra casa, más de los que a mí me gustaría.

Pero también te deja regalos en casa de tu abuela Tita y tu abuelo Tomás. También te deja otros en casa de tu Titi Suzette, en casa de tu madrina Eva y el padrino Salvador; en casa del padrino Chemón y en casa de nuestros vecinos inmediatos. Pero no conforme con todos esos regalos, te deja algunos en casa de tus hermanos en Washington y Colorado y en casa del tío Tommy en Arizona; el tío Jimmy en New Jersey y la tía Ture en Florida.

En la casa de tu abuela, los deja regados por el comedor, la sala y el resto de la casa. Tu disfrutas buscando en cada esquina las sorpresas. Ese día es uno muy feliz para ti. Te confieso que me molesto con Santa, por complacer a tantos familiares que le dejan el portón abierto para que entre a sus casas y te deje tantos juguetes.

Luego llegan los tres Reyes Magos, un par de semanas después y aunque no son tan generosos como Santa, vuelves a recibir otros regalos, aunque esta vez, además de juguetes te traen alguna ropa, que exploras con algún desagrado.

Nuestra casa está llena de esos juguetes. Cuando te pido que regales algunos a otros niños, siempre tienes una excusa. “Este no, porque es mi preferido”. “Este tampoco”.

Pero Santa no era así con mis hermanos y conmigo cuando éramos pequeños. Santa no llegaba a nuestro vecindario, porque según mamá, los trineos no podían pasar por el camino tortuoso y enfangado que llevaba a nuestra comunidad aislada. En esa época creo que los renos con sus trineos no podían volar por las nubes como ahora.

Siempre nos acostábamos a dormir con la esperanza de que pudieran llegar. Pero al otro día mamá nos daba la misma respuesta. “mi’jo, Santa Clos no pudo llegar”.

Entonces esperábamos pacientemente por los tres Reyes Magos, un par de semanas más tarde. Esos tal vez podrían llegar porque venían en camellos y éstos, como los caballos, podrían pasar por aquel odioso camino. Cortábamos yerba y la poníamos debajo de la cama con un poquito de agua de manantial para los camellos. Pero el 6 de enero, volvíamos a recibir otra desilusión. Mamá nos decía, “los reyes no llegaron”.

Ese día, al menos, mamá nos vestía con ropa limpia, a veces nueva, y después del medio día nos enviaba a la casa de nuestros abuelos paternos, papá Sindo y mamá Quito. Mi abuelo paterno se llamaba Gumersindo, por eso le decían Sindo. Mi abuela paterna se llamaba María, pero no sé por qué le llamaban Quito. Allá mamá Quito nos tenía un almuerzo delicioso, nos entregaba una bolsita de dulces y unas monedas. Pero nunca nos dijo que fuera un regalo de los Reyes Magos.

Una semana después, el sábado siguiente, íbamos ilusionados a la clase de catequesis de la iglesia católica, que ofrecía un señor muy viejo llamado don Liborio. La clase de catecismo era en la mañana en la casa de unos vecinos, doña Arcángel y don Dionisio.  A las 10:00 am en punto, don Liborio hacía sonar, soplando con su boca, la concha de un caracol enorme que se escuchaba de una colina a la otra. Aquel sonido sordo era el llamado para indicar que unos minutos después comenzaría la catequesis.

Ese día corríamos con un entusiasmo, poco común, hasta llegar a la clase. Después de la clase, don Liborio abría un bolso grande que habían dejado los reyes en su casa del barrio Jagüey del municipio de Aguada, donde había carretera, según creo. Comenzaba a sacar humildes regalos, trompetas de plástico, sinfonías de boca, también conocida como armónica, carritos de policía, taxis, muñecas de trapo, marionetas, bolsitas de dulces y otros regalos que habían dejado los reyes en su casa para los niños de nuestro barrio.

Se organizaba una fila que no duraba mucho por el desorden que se armaba y aquel hombre viejo y santo comenzaba a repartir los regalos pacientemente. Nadie recibía más de un regalo. Todos éramos felices. Al final, don Liborio nos hacía repetir la señal de Cruz, el Padre Nuestro, el Credo y el Ave María, en señal de gracias a DIOS por aquel gesto de los Reyes Magos.

Con el transcurrir de varios años, mis tres hermanas menores sí recibieron las visitas de Santa y los tres reyes, cuando ya habían mejorado el camino y ya yo podía ganar algún dinero para enviar las cartas.

Tu eres afortunada. Deberías donar tus juguetes más viejos a nuestra iglesia, para que los entregue a niños menos afortunados, que no reciban tantos juguetes. Descubrirás la felicidad que sentirás cuando compartes parte de lo que tienes.


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